Mudando la piel. Narrativas de la infancia, IV.

Dos excelentes adaptaciones fílmicas sobre un texto emblemático en torno a la  infancia y su progresivo desmantelamiento:  El señor de las moscas (Lord of the flies, 1954) es la novela de William Golding  llevada al cine primero por Peter Brook (1963), y luego por  Harry Hook (1990). Mediados por la alegoría, los personajes se ven atrapados en una geografía desconocida y salvaje, la isla, que no es otro modo de mirar la geografía moral que cada uno representa.  

Con una intención aleccionadora, los niños atrapados en la isla  desarrollan los miedos, las iras, las histerias y las matanzas en virtud de su propia lucidez y ceguera. Son jueces, árbitros, víctimas y victimarios que juzgan su entorno desde una base más bien simple: la lucha entre el bien y el mal. Todas las guerras, el hambre, la miseria, el abandono y el maltrato provienen de ellos antes que del entorno. Como si al final, el ser humano pareciera traer como carta de presentación  y sin saberlo el modo de acabar consigo mismo y con todo a su alrededor. La furia de Jack va más allá de la envidia o el resentimiento para surgir de la idea misma del líder que descubre el miedo de los otros como la mejor arma para azotarlos. También lo están la pasión, el cariño, el respeto,  la solidaridad y la ilusión a través de Ralph, Simon o Piggy. Y todo en una balanza narrativa que por momentos cede completamente su peso hacia el más fuerte y el más cruel. Las armas, sus lanzas, apuntan por igual al enemigo soñado como al amigo olvidado. Y el silencio recorre sus cuerpos tanto como el hambre hace callar sus conciencias y doblegar sus voluntades. Pequeñas pero no tontas, como suele ocurrir con los textos que recorren el universo infantil.

Si el contraste y la alegoría mantienen el ritmo argumental, los cuerpos frágiles y pintarrajeados de los niños nos remiten al cuestionamiento de conceptos como el buen salvaje o el de la tribu como organizadora y catalizadora del bien común. Nada más lejos de la posibilidad de corromperse gracias a la desidia, la ignorancia o la manipulación del más astuto. Sigue imperando la ley del más fuerte. A través del militar que los rescata al final recuperamos la visión por momentos borrosa: son niños que mudaron su piel con furia y antes de tiempo. Si estos textos ficcionales  se apuntalan sobre la alegoría, lo hacen sobre todo desde la denuncia de la fragilidad que corroe todo intento serio de convivencia entre enemigos y adversarios. Fragilidad ya no sólo de las convenciones vapuleadas a golpe de egos insufribles, sino sobre todo y especialmente, representadas en la corporeidad infantil en búsqueda de su identidad. Es decir, justo cuando es posible conquistar el espacio del otro por el bien social.





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