Mínima expresión en "The road" de Cormac McCarthy y John Hillcoat



Si existe un rasgo esencial que otorga carta de identidad a la narrativa de Cormac McCarthy (USA, 1933) sería el de cómo sus personajes se interrelacionan con el entorno, de manera que éste los desnuda, funciona como su metáfora, los contiene o domina, sin que por ello se agoten significados que personajes y entorno puedan poseer por cuenta propia.

Como es sabido, la metáfora del camino implica el eje accional de la peripecia. En el sentido más básico del término, un personaje se mueve, actúa en un espacio-temporal particular. El camino, entonces, puede diseñarse desde la noción más sencilla de escenario hasta complejizarse y ser partícipe esencial del devenir de la narrativa global. Es en este aspecto en el que se vincula directamente con el símbolo y la metáfora del camino como destino, como vía existencial de aprendizaje, de pruebas a superar, con sus enemigos acechando y sus amigos fugaces.

A este esquema narrativo básico, que no simple, en The road (2006) se incorpora otro eje dramático igual de sencillo: el proceso de aprendizaje a partir de la relación paterno-filial. Padre e hijo juntos para, en principio, aquél le facilite a éste las herramientas de su crecimiento; incluso cuando lo impide, ya sería un modo de enseñarle. Con estos ingredientes, no es menos cierto que nos enfrentamos a modelos narrativos que pudieran deslizarse con facilidad –o resbalar según el caso- por la plataforma de la lección aprendida (en el peor de las narrativas de la lección facilona) que deja ese proceso aprendizaje recíproco.



No deja de sorprender el modo en el que McCarthy explora aquello que parecen los ejes básicos de cualquier esquema dramático. O, en otras palabras, resulta especialmente sugestivo ver cómo a  lo largo de la novela, McCarthy adelgaza toda la estructura y el discurso narrativo para redimensionarlos, precisamente, como delgados hilos de la existencia. 


 En un escenario post-apocalíptico, padre e hijo caminan a lo largo de una larga carretera que los conducirá, en principio, hacia el sur; el lugar donde se espera que haya menos penurias (un poco de calor, básicamente). Caminan a lo largo de una geografía devastada (¿una explosión atómica?) por una tragedia de consecuencias inimaginables. O más bien, inimaginables para el padre, que había vivido una vida reconocible para cualquier espectador de hoy día (matrimonio amoroso, una casa hermosa, un romance, etc.) Hubo un pasado que, a modo de pesadillas, aparece en las interminables noches de invierno, frío, miseria y hambre que padecen todos los sobrevivientes a la catástrofe. Mientras que para el hijo, lo inimaginable es el futuro, porque en sus 10 años, más o menos, sólo ha conocido la devastación y la muerte como escenografías vitales. Su pasado, además, supone el suicidio de su madre, que no pudo soportar esa vida de miseria y terror totales; es decir, la sola existencia del hijo y la paradoja de saber que su futuro estaría sellado por la miseria y el miedo, apuntalan una (sin)razón adolorida y debilitada.

La geografía toda lleva trajes desgastados, malolientes, podridos. La voz narrativa, entonces, reduce también las acciones, las lleva a su mínima expresión: días enteros sin comer y caminando; días y noches sin distinción sumidos en la mismidad del frío, la nieve y el hambre. Semanas donde el diálogo básico se sustrae a preguntas sencillas y respuestas monosilábicas.


El tiempo y el espacio, eso sí, dominados por una pistola con dos balas, así como por dos tipos de sobrevivientes: los caníbales y los buenos. No hay más. El niño y el padre, como otros, caminan mientras evitan que los hombres caníbales los cacen. Porque así de reducido quedó el mundo.  Los buenos, por su parte, intentan escapar con una pistola que podría poner fin a su vida, en caso de que se vean en la tentación terrible de destruir al otro para comer.

Como respiraciones contenidas, el relato se organiza en párrafos breves. Un suspiro tras otro, antes de continuar. Pausas para descansar junto a los protagonistas.


Este entramado narrativo adquirió una vistosidad interesante y adecuada en el filme homónimo (2009) de John Hillcoat. La narrativa de McCarthy ha sido bien llevada al cine. Allí está No es país para hombres viejos (No Country for Old men, 2007) de los hermanos Coen, o el filme Todos los caballos bellos (All The Pretty Horses, 2000) de Billy Bob Thornton. Hillcoat, por su parte -con guión de Joe Penhall (guionista también de Enduring love de Roger Michell adaptación de la novela homónima de Ian McEwan)-  mucho menos conocido que sus homólogos norteamericanos, ha realizado una adaptación eficaz y efectiva de The road.
En primer lugar, y desde la proximidad en la estructura narrativa, en su filme la brevedad de las escenas, esos cortes y fundidos a negros nos recuerdan la puntuación de McCarthy: la monotonía de ese tiempo en el que no pasa nada porque se hace lo mismo de ayer -buscar comida y tratar de no morir- se aborda sin asfixiar a la narración, sin acelerar una resolución. A fin de cuentas, todo el entorno geográfico ya es una resolución incontestable a la que sus sobrevivientes están habituados.

En segundo lugar, los recursos tecnológicos al servicio de la recreación de la devastación: ciudades fantasmas, bosques desahuciados, mares grises. En este sentido, la geografía destruida se representa como un actante potente pero sin ánimos de visibilizarla para exagerarla. Está allí y vamos progresivamente recorriéndola con sus protagonistas, con la misma desazón y sin poder inmutarnos mucho más allá. Terminamos empatizando con ellos y aunque todo tenga el olor de la muerte, creemos junto a ellos que el camino –más que conducir hacia algún sitio en concreto- los alejará de ese mismo camino donde no hay sino el riesgo de morir en cualquier momento.



Junto a este alto grado de proximidad narrativa, Hillcoat introduce una mirada diferente en el sentido global del filme.  Curiosamente, la razón estriba en el mismo respeto a la organización de la novela. Es decir, mientras en ésta cada escena se carga de esa especie de mismidad existencial (no ocurre nada porque se sigue buscando vivir), en el filme, cada secuencia aporta una acción. Es decir, cada escena implica algo, un movimiento, una acción: encontrar un búnker con comida, caminar, esconderse de los caníbales, encontrar una cascada y bañarse, llegar al mar, etc.   


Al mismo tiempo, a este ritmo narrativo fílmico que acelera la acción, se añade una escena muy sencilla que no está en la novela: padre e hijo encuentran una especie de insecto con vida. Es decir, la sola posibilidad de una vida nueva a futuro ya es todo un principio de intenciones. McCarthy desarrolla una narración áspera, sin alternativas y, al mismo tiempo, centrando toda la posibilidad de esperanza en el “fuego” que padre e hijo intentan llevar dentro para no morir ni matar. La herencia final que el hijo decide asumir. En el filme, sin embargo, la vitalidad narrativa de los personajes y esa especie de puerta abierta a la vida futura, ofrecen un panorama igual de desolador pero mucho más esperanzado. Hay vida porque se “hacen cosas” y hay una mínima posibilidad de que en un futuro lejano el tiempo y el espacio vuelvan a renacer de sus miserias y cenizas.



Con esta adaptación fílmica es posible hablar de una buena y sugestiva relación de los mundos narrativos de McCarthy y Hillcoat.  Desde ese adelgazamiento de las acciones, en el filme se logra la representación angustiante de ese entorno infernal en el que padre e hijo intentan sobrevivir. Y su lectura optimista no contradice la estructura cerrada y agónica de la novela, sino que redimensiona la misma idea del final: el niño queda vivo, y debe seguir caminando. Como si todo fuera una esperanza pequeña, mínima, pero posible.





http://movies.nytimes.com/movie/453128/The-Road/trailers

Comentarios

maria candel ha dicho que…
No he leido el libro, ni conozco al director, pero por tu escrito parece una exlente opción. Me recuerda ese escenário de destrucción a Ensayo sobre la ceguera de Saramago, son temas fuertes que te ponen a reflexionar sobre el futuro de la humanidad, y en concreto de los hijos,y todo aquello que nos sucederá.
Excelente reflexión Diana, es un gusto leerte.
Te mando un fuerte abrazo
Diana Medina ha dicho que…
Muchas gracias, María. En efecto, en la novela de Saramago hay mucho de ese progresiva destrucción, que nos mantiene en vilo y que la ficción ha trabajado muy bien en todas sus dimensiones y consecuencias. Te recomiendo la novela de McCarthy. Muchas gracias por tus consideraciones, por decírmelas. Me animan mucho. Un abrazo.

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