All us made in China




Dados los últimos datos (de la calle), los chinos dominan el mercado y comercio mundiales. Ya sabemos  que la vox populi tiene un peso específico sobre nuestras cabezas, sobre todo cuando las reposamos en las almohadas o cuando no nos damos cuenta. Así, muchas de esas voces populares han zanjado el poderío económico chino con frases hechas como si fueran el destino mismo: "eso no es problema: estudiaremos el idioma chino".  En otras palabras, y como ya es costumbre ante las potencias, dominar el idioma es un modo directo y eficaz de combatir aquello que nos abruma, que creemos superior en todos su ámbitos. Es como meterse en la boca del lobo para probar si es cierto o no que allí vive y que, en caso de que así sea, resulte tan fiero como dicen (otra vez, esa vox populi irrefrenable que domina mi vida). Intentamos, pues,  domar aquel ámbito -en este caso el chino- que se dice rápido si tomamos en cuenta que son más de 1000 millones de chinos (según la vox populi de Wikipedia serían unos 1.338.612.968.). Lo curioso es que pese a las complejidades idiomáticas y el rigor formativo que exige aprender cualquier idioma, sobre todo el chino,  hasta hace nada el aprenderlo a hablar  era un asunto casi exclusivo de los habitantes de China.

Con estos datos dándome vueltas en la cabeza, pensaba que otro modo de domar al gigante asiático era haciéndome amiga de los vendedores chinos que, en cuestión de unos cinco años, han ido colocando tiendas como por arte de magia en los alrededores de mi casa. No hay barrio o urbanización que se precie de tal que no tenga su bazar, bodega, supermercado o restaurante chino respectivos y que, además, esté  atendido por ellos. Pero ahora, como la modernización está al alcance de quien pueda pagarla, los comercios chinos ofrecen un abanico más amplio y hasta inédito: tiendas de ropa chic o bares y restaurantes no chinos  que producto de la crisis o por motivos de jubilación dejan de ser  los bares de toda la vida -donde han estado el Paco o el Jordi, también de toda la vida- para pasar a ser regentados por los Winwei, Hao o Huai-yi, por ejemplo. De algún modo, ya comienzan a perfilarse para ser los de toda la vida.
Mi idea por lo tanto, para que no digan que no sé leer los signos de los tiempos, fue querer hacerme amiga, compinche, conocida, cercana o amiguita de un/a chino/a. Pero debo anunciar que mi misión, movida siempre, además, por mi  respeto a una de las comunidades de inmigrantes más potentes de todo el mundo,  fue un absoluto fracaso. Mi made in China fracasó, y lo que sigue es su crónica. 


Veamos. Lo dicho: cerca de mi casa, una pareja de esposos chinos abrieron  una tienda de ropa para niños; barata y de una calidad decente. Mis visitas se hicieron más asiduas cuando iba a buscarle ropa a mi, entonces, bebé, y la esposa siempre me atendía con amabilidad. Sorprendía ver cómo con pocas palabras, lograba sacar adelante su negocio. Como todos los enamoramientos serios, pasó un día y luego el otro, mientras yo entraba y compraba, o entraba y miraba. Y así hasta que un día fue el perfecto  para ambas: entré, miré, conversé, compré y me despedí. Me encantaba escucharla hablar chino; es una especie de código sin contraseña. No hay modo de averiguarlo sino hasta que el oído sepa atrapar sonidos y matices insospechados. Sí: para mí el idioma chino es un amor imposible, por eso lo sigo con fruición allá donde esté, incluidas todas las películas chinas en versión original. Escucharlas es un reto.
Un día, después de dos años de conversas y saludos amables y recíprocos, vi en la tienda a una niña china de cuatro años, según supe después. Es cierto que mi amiga la china, ya me había dicho que ellos tenían dos hijos: uno casi adolescente -que estaba con ellos en Barcelona- y una pequeña que habían tenido que dejar con la abuela en China. Pasó, entonces, que esta abuela nonagenaria murió  de eso, y entonces los papás tuvieron que traérsela. La niña, lástima que me resulta imposible recordar su nombre y el de su madre, era sencillamente hermosa. Miraba con curiosidad toda la tienda. Obviamente, no hablaba ni  pizca de castellano o catalán, pero nos saludamos y despedimos con la reverencia y la timidez de la gente que se cae bien pero que no se sabe cómo hacerla sentir mejor. 

Yo seguía entrando y saliendo de la tienda con la sensación agradable de llegar a un sitio conocido; compraba menos, es cierto, pero la china también había cambiado. Un día  aparecieron plantas, flores y bolsas de tierra apostados en la puerta del local. De la noche a la mañana, el negocio se había diversificado, y ahora la otrora tienda de ropa para niños se estaba convirtiendo lentamente en un bazar.  En realidad, si hubiera sido menos torpe, quizá hubiera podido leer en esta mixtura del ramo comercial un síntoma de la crisis y no su superación, tal y como lo pensé  después.
Ya consideraba amiga a la china porque, al fin de cuentas ¿cómo no hacerse amiga de una china tímida y trabajadora que con su "no se lo puedo decil mejol polque aún no entiendo bien español" me tenía allí hablando con ella y pidiéndole que me dijera cómo se decía en chino amanecer, vestidos y amigos, por ejemplo?
Debí haberme percatado, entonces, de que si bien estábamos en otro nivel de la relación, había un cuerpo extraño para ella que había modificado su vida. Y como suele ocurrir con las cosas serias de la vida, uno sólo se da cuenta del nivel de  seriedad cuando la falta de perspectiva llega y da un buen zarpazo. 



La vida de cada día de la hermosa niña se resumía en estar sentada frente a la computadora de su mamá viendo de todo un poco. Otro día la vi barriendo el local, y en otro ella jugaba con los vestidos que estaban a la venta. Se me ocurrió entonces, comportarme como alguien razonable y después de saludarnos y hablar antes del tiempo, del calor que vendrá, del que nadie aguantará y esas otras menudencia climáticas que llenan el tiempo sin complicaciones, noté que  miraba con cierta seriedad a su hija. Le pregunté si se portaba bien. Mi amiga dijo que sí, pero balbuceó:
-Es que pasa todo el tiempo aquí en la tienda -dijo mientras suspiraba.

Ante tal comentario, me pareció razonable decirle que la Embajada china de Barcelona tenía una escuela y que, quizá, su hija podría entrar, conocer a otros niños, hablar con ellos. Ante mi cháchara sobre los miles de aportes de la escuela china para una niña con apenas dos meses de estancia en un territorio completamente nuevo, mi amiga china me miró con una seriedad tremenda y me preguntó: 
-¿Cuánto cuesta? 
Fue la única pregunta (la única que mucha gente de por acá se hace con ya excesiva frecuencia. Como si todo fuera eso, que sí, pero ¿tanto? Pues eso parece).

-No lo sé- le dije - Pero si quieres mañana te traigo la dirección electrónica o, como paso cerca de la entrada del colegio, te traigo alguna información....
Mi amiga la china me miraba cada vez de un modo extraño. Mantenía la mirada en el suelo y apenas hablaba. Su hija jugueteaba de aquí para allá. Entonces, sin mediar ningún registro amable, me espetó:
-Ella tiene una mejor vida aquí que la que yo tuve a su edad. Viví como ella en el campo, pero yo salí cuando era mucho más grande.  Estará bien aquí. A su edad yo nunca tuve lo que ella tiene ahora.
Y mientras decía esto abría el brazo derecho señalando la tienda, el espacio, la urbe, toda Barcelona, en definitiva. O mejor: todo el no-campo. Así de sencillo.

 Me sentí avergonzada. Ella tenía razón. Sus razones. Pensaba en una escolarización que seguro llegaría unos años más tarde; pensaba en una niña que, quizá, podría sentirse más acogida junto a otros niños de su edad y, sobre todo, pensaba en una mamá que trabajaba casi 14 horas al día con su hija que, en ocasiones, se movía como un cuerpo extraño y que le recordaba a su madre que la abuela nonagenaria se había muerto y ahora, para remate, había que cuidarla como se pudiera. Y punto.
Casi un año después, la tienda de ropa de niños cerró. Dado que -ahora sí- mi ex amiga apenas me saludaba con la cortesía y sonrisas justas, y mi economía estaba sumamente comprometida, dejamos de frecuentarnos. Yo había dejado de entrar pero no fue agradable ver que de la noche a la mañana, la tienda amanecía cerrada, vacía, sin sus plantas, bolsas de tierra o flores multicolores. 
La crisis. Si cierra algún negocio chino es que la crisis económica existe, es y está socavando por igual a muchas personas, sobre todo a los comerciantes de los barrios y urbanizaciones. Me pregunté qué sería de ella y el destino, creo, fue el que me respondió hace unos días atrás: ella y su esposo regentan ahora un supermercado que también está cerca de mi casa.
"El género perfecto", pensé cuando la vi a lo lejos con su hija ya más grande y su hijo adolescente detrás de la caja registradora. La comida sigue siendo un género que no vence en el sentido que no acaba con la voluntad de los que pueden y saben llevarla en un negocio. La china, creo que más por cansancio, me miró y sonrió; creo que me recuerda algo, pero es que las 14 horas siguen allí y no me pareció necesario  ni adecuado fastidiarla con el hecho ya viejo de que yo soy esa vecina de la calle donde estaba su tienda de ropa.



Hace dos días, una joven china, hermosa y finamente vestida, acompañada de una amiga también china,  hablaba en voz alta con el camarero del bar donde me tomaba un café, sobre las difíciles condiciones que su familia pasó para que ella viniera a España, concretamente a Barcelona, a terminar un Máster. Lo decía en un español envidiable.  Y que  China, continuó,  era una gran potencia.  Con una cara risueña y un sentido del humor estupendo le dijo al camarero -otro que hacía bromas sobre los ricos del mundo- que seguro seguro su camisa había sido hecha en China. Que la mesa, los manteles, los vasos, las servilletas, todo el local pues, estaba hecho en China.
Y dijo sin más en un inglés fluido: All us made in China y se echó a reir con desparpajo y coquetería mientras  trataba de apurar el último trago de refresco. El camarero también se rió pero no estuve segura de que la hubiera entendido.
Inmediatamente, pensé en mi ex-amiga china y en sus razones. Quizá muchos venimos de una aldea pequeña y perdida en la montaña, donde fuimos cuidados por una abuela nonagenaria que era muy buena con los números pero que no aguantó llegar a la centuria. Quizá, algunos venimos y fuimos hechos de un material mejor del que fueron hechos nuestros padres o progenitores, y nos toca sencillamente, ajustarnos, adaptarnos, sin darle tregua a la queja si las condiciones del ahora superan con creces las del pasado, según la vox populi de los que nos quieren. Y aunque las de ahora sean complicadas, quizá sea cuestión de esperar a que surjan los beneficios del haber sido hechos del barro de una tierra lejana y misteriosa para abjurar, de algún modo, la cantidad de tiendas que abren y cierran con la rapidez de un parpadeo. Quizá la vox populi es mucho menos insidiosa de lo pensado cuando insiste en que la crisis acabará con todo, pero no con los que llevan en algún lugar la etiqueta de Made in China; esa que permite empezar de nuevo pese a que inlcuso aquello que más queremos nos resulte extraño, lejano, intraducible y ajeno. Sé que incluso con esa etiqueta no podré volver a ser amiga de la china de la tienda de ropa de niños, pero eso ya es asunto olvidado.  Por su parte, la vox populi seguirá invicta haciendo el trabajo de reducir el mundo a los rumores más (in)ciertos de nuestros sueños y pesadillas.


 

Comentarios

Diana Medina ha dicho que…
Hola, Josá María: invitación aceptada. Muchas gracias. Un abrazo.

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