Las viejas


Communion*
 I.
Marcela sintió ganas de vomitar a medida que se dirigía hacia las salas donde reposaban los cadáveres. Se contuvo. Se concentró en el objetivo de su visita, en que todo estaba bien programado y no había tiempo para lloriqueos ni desmayos. Sin embargo, cuando el forense dio vuelta a uno de los cadáveres del montón y reconoció a Rodrigo, sintió que su corazón, su yo entero, se deshacía en el dolor. Algo debió notar el funcionario porque sin decir palabra apartó el cadáver, lo subió a la camilla y comenzó a darle el parte forense.  Estaba intimidado ante Marcela. Sus manos temblorosas lo delataban.
“Pendejo” pensó ella- “En tu puta vida habrás visto tanto dinero.”

-Señora, no hay nada que pueda decirle que usted ya no sepa. Un tiro en la cabeza. Ajusticiamiento, igual que con los otros cuatro que están allí.

Marcela quiso mirar hacia el montón de cuerpos, pero prefirió mantener la mirada sobre el bello torso desnudo de su hijo.  Sintió que era un gesto vacío. 

-Haga lo que tenga que hacer para irme cuanto antes de aquí -le suplicó.
-¿Cuáles son los otros, señora?

Parecía una secuencia repetida: un movimiento con el pie y le daba vuelta a los cadáveres. Marcela apenas asentía cuando veía al cuerpo que deseaba. Sus cuerpos.

-En total cinco -dijo el forense- Deme 20 minutos y se los arreglo. Cuando estén listos, se los subirán los muchachos. 

El hedor de la sala era insoportable y junto al calor sentía que se asfixiaba. Sabía que tenía que hablar rápido y con firmeza, así que sin que se le notara el asco, encaró al funcionario con una mirada fulminante:

-Por estos muchachos respondo yo; a estos los he reclamado yo. Y se acabó.

El funcionario la miró de reojo y sonrió como un imbécil.

-Tranquila- le dijo -no son los primeros ni serán los últimos que jamás han estado aquí.

Una hora después de lo acordado, dos tipos de la morgue subían los cinco bultos envueltos en las sábanas que ella llevó para la ocasión, y los metían en su camioneta.

-Todo tan fácil, pensó.  Cinco bultos saliendo a las dos de la tarde delante de todo el mundo, sin preguntas, sin que nadie reclame a nadie. Entraron sin más y así salieron. Tanta facilidad es vulgar. Rodrigo, a quien Dios guarde,  siempre  decía que este país era kafkiano. Si a estas vainas las llamaban kafkianas, será porque ese tal Kafka era un limpio, un pelabolas.  

-Muy bien  –se dijo con calma mientras se miraba con firmeza en el espejo retrovisor atrapada, como estaba, en la autopista- termina con esto de una maldita vez.


Dragon
II.
El embalsamador la esperaba desde hacía más de tres horas. Una gandola volcada en la autopista. Sabía que el Sr. Gutiérrez no se iría pero tres horas habían sido demasiado. Maigualida, la cocinera, le había mantenido allí animándolo con la retribución extra que se le daría. Todo extra, todo empezaba a ser un extra de vida. 
Se sentía cansada pero aún así lo acompañó al jardín donde estaba todo preparado. Él bajaba los cuerpos de la camioneta con rapidez y los tiraba como bultos anodinos. Tantas veces que esa casa en medio de la montaña le había parecido un peligro y ahora podría disfrutar del aislamiento y la tranquilidad por igual. Además, Rodrigo estaba de vuelta a casa, de alguna manera.

-Maquíllelos, vístalos y déjelos en el suelo –ordenó. Tómese su tiempo. Lo dejaré solo. Estoy cansada. Cualquier cosa hable con Maigualida. Aquí está la constancia del depósito bancario. Mañana le haré la transferencia por las horas extras de hoy. Por lo demás, jamás ha estado aquí.  Adiós, señor Gutiérrez.


Ionesco
III.
Eran casi las diez de la noche cuando escuchó cómo se abría el portón de la casa. El tal Maestre Afrikanis llegaba con dos ayudantes. Mientras terminaba un cigarrillo junto a la ventana unos minutos después, Marcela se preguntó cómo esa bola de cebo era capaz de hacer todo lo que decía.

-Más bruja seré yo, pensó.

Miró su reloj. Buscó su celular. Ninguna llamada, ninguna noticia de sus hijos. Lo que son las cosas, se dijo, en unas cuantas horas tendría que avisar sobre la desaparición de Rodrigo, pero algo le decía que sus hijos no moverían un dedo por su hermano. Siendo tan rigurosos y puntuales como ella les había inculcado, sabía también que aunque los llamara a Miami y a Londres para contarles sobre Rodrigo, ellos no le devolverían la llamada hasta las 10:00 del día siguiente. Siempre la llamaban entre las 10:00 y las 11:00 de la mañana de los lunes, miércoles y domingos. Ni más ni menos.
Terminando su vaso de whisky, no pudo evitar compadecerse y pensar que sus hijos pudieron haber insistido más en verla, en acompañarla, en hablarle.  Un poco más.

Sentada frente a su peinadora, tampoco pudo evitar acariciar su foto preferida: ella y su marido el día que él compró esa casa.
-Rodrigo, Rodrigo, Rodrigo -susurró- seguramente vives en el cielo. Otros no tendremos tu suerte. Date la vuelta allá arriba, mira para otro lado. Como hiciste aquí abajo, mi amor. Me encargaré de todo ¿sabes? Esta vez todo saldrá mejor. Te lo prometo.
Besó la foto. La colocó con suavidad sintiendo que se despedía. Bajó y recibió con distancia al tal Maestre y lo acompañó hasta el jardín. Por tercera vez en un mismo día, volvía a decir lo mismo: “haga lo que tenga que hacer; avíseme cuando termine. Su depósito en dólares está listo.”

El Maestre la miró y sin inmutarse le dijo:
-No sé cuánto tiempo nos tome. Son cinco.
Y después de una pausa, añadió:
-Señora Valdés: sé lo que quiere hacer. Lo he visto. Lo he consultado. Hago esto por dinero, es verdad, pero también porque sé qué pretende. Ahora bien y perdone la intromisión pero ¿no le parece exagerado hacerlo con cinco cuerpos?  No sé. Con dos sería suficiente.
-Sr. Maestre no pretendo que me entienda.
Su tono era grave, oscuro, pesado, así que continuó y dijo:
-Sólo para confirmar, repítame los riesgos.
El Maestre la miró de manera compasiva y balbuceó algo. Ella apenas lo escuchó.
-Por favor, le dijo, cuando termine, déjelos sentados alrededor de la mesa que encontrará en aquella cabaña, al final del jardín.
¿Exagerado? –se preguntó mientras subía hacia su habitación ¡Otro que cree que el mundo es kafkiano!


Disclosure
IV.
Cuatro horas después, el sonido de las maracas, el cacareo de las gallinas, los gritos y aullidos la despertaron. Se quedó tumbada en la cama hasta que todo volvió a estar en silencio. ¿Cuánto tiempo pasó entre ese silencio y su estarse quieta en la cama? El tiempo comenzaba a resultar inútil. Escuchó que se abría el portón de la casa; el ruido de la camioneta del Maestre era como él: exagerado, oxidado.

Bajó al jardín. El aire frío suavizaba el olor a sangre y a pólvora; intentó caminar erguida, como dándose ánimos. Abrió la puerta de la casita. Maigualida corrió a abrazarla. Le entregó una nota de Afrikanis: “Vendré en una semana.  Llámeme por cualquier cosa.”

Maigualida estaba tan feliz. Ella, sin embargo, al verlos allí sentados con el talco y las cenizas mezclándose con la sangre y las pieles desgarradas sintió repugnancia. Ajusticiados con un tiro en la nuca, sus cabezas quedaron deformes: “Descerebrados también después de la muerte” –pensó con una mezcla de rabia y desapego insoportables. Estuvo a punto de llevar a cabo la amenaza de quemar la casa con todos adentro.  No se puede fracasar tantas veces en la vida.

Maigualida se acercó a la cabecera de la mesa, se irguió con fuerza y miró el rostro asqueroso y maquillado de Rodrigo:

 -Bienvenido, querido. Soy yo, tu vieja. Tu otra vieja.
-Bienvenidos todos, siguió Maigualida, que trató de sonar normal mientras alzaba los brazos mostrando la casa.
-No se asusten, por favor –dijo finalmente Marcela- Aquí todos nos conocemos. Rodrigo, hijo, mira quién está a tu derecha. Alejandro, el Negro. ¿Te acuerdas? A él le comprabas tus cositas. También están Ángel, el Gatillito; Fernando el Cubonegro y Jhony, el Gordo. ¿Ves como los hemos reunido a todos?
Maigualida comenzó a hablarles de las indicaciones del Maestre Afrikane para la convivencia pacífica a partir de ese día.

Al escucharla y ver el rostro ido de sus muchachos, Marcela comenzó a sentirse aliviada, casi feliz; ese día todo había salido muy bien. Con Rodrigo, por el contrario, las cosas le habían salido mal; en algún punto de sus vidas, él la había abandonado y se había ido con esos amigos. Pero ahora todos tenían una segunda oportunidad. Volverían a empezar y, esta vez, estas dos viejas se harían cargo de todo.
-¿Kafkiano? -se preguntó mientras intentaba no vomitar al ver a Maigualida abrazar a Rodrigo. 
-Será entonces que volver a la vida es lo más antikafkiano del mundo.
 Y por primera vez pudo mirar  hacia la mesa con algo de ternura.

Sanctuary III
*Todas las imágenes pertenecen al artista Ken Wong. Las he tomado de su página web: 
http://www.kenart.net/portfolio/moonlight.htm

Comentarios

maria candel ha dicho que…
Si, Diana, a veces el adjetivo de kafkiano se queda corto para las cosas que suceden sin sentido, contrarias a la razón, a la lógica, a lo sincero y formal, honrado y veraz, en fin...,amiga, un gran abrazo y buen fin de semana.
Diana Medina ha dicho que…
María, querida: ¡cuánto tiempo! De acuerdo contigo. Mucas gracias por tu visita. Como siempre, un placer.
Un abrazo.

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