Toby
Fotos de Elliot Erwitt
Los amaneceres son ciegos como gatitos
Adam Zagajewski, Oda a la suavidad.
Quizá porque tres días después de
nacer, mis papás decidieron salir de los cuatro perros que tenían por mascotas y que los habían hecho más amigos que pareja, nunca he querido a ningún animal
cerca de mí. Nací mal, a duras penas, casi
me muero por una infección. Llegué a este mundo dándoles un coñazo a mis papás
en el centro de su ilusión. Los hijos pagamos caro ese exabrupto pero mi
fragilidad corporal siempre me ha servido para eludir esas miradas de
extrañamiento que aún hoy mis viejos me siguen echando.
Me he calado a las mascotas de los demás, especialmente a los
perros de mis amigos; gente que te enseñan al perro recién nacido, comprado o
regalado, para que le hagas mimos, te enamorares con solo acariciarlos, mira
cómo te mira, y yo mientras, pensando que esos cachorros pueden acabar con la raza
humana porque nacen de a montones en un solo parto, porque estos amigos pasaban
a hablarles como si fueran niños confiando, claro, en que estos animales los
entendían a la perfección..
Sospecho que esa gente que regala o vende perros en el
fondo se alegra de poder salir de esa
inusitada cantidad de cachorros que
llegan en partos nocturnos (yo diría que hasta oscuros).
También estaban los conocidos que
sujetaban a sus perros mientras con sonrisas estúpidas sostenían con fuerza las
correas de aquellos animales enfurecidos
por una presencia insólita que les disparaba el olfato o qué se yo, y sus
dueños allí, agarrando esa correa con tal nervio que mientras te iban diciendo
“pasa, pasa, tranquilo, tranquilo, no muerde, solo se altera ante los
desconocidos” tú te has cagado de miedo sin entender cómo siendo visitante
asiduo a esa casa o jardín, ese perro seguía ladrándote como la primera vez.
Pero los dueños de los perros creen sabérselas todas con sus mascotas; así que
si el dóberman te enseñaba los dientes, tranquilo, Mario, no pasa nada… ¡Mira
que eres cagón!
De todos modos, no creo que mi historia de
odio (recíproco) con los perros deba considerarse una señal de que las cosas terminarían mal
con Cecilia. Hoy todo el mundo quiere ver en gestos así respuestas de por qué
una historia de amor se va a la mierda o al cielo. Todo el mundo desentraña
señales clarísimas para explicar que
ya la cosa iba mal desde que nos vimos la primera vez. O sea, si a ella se le
derramó el jugo de naranja sobre el vestido en nuestra primera cita, porque una
señora chocó su cochecito de bebé contra la mini mesa inestable donde ambos
tomábamos tranquilamente nuestro primer desayuno después de una noche de
arrebato total, coño, ¿ves? Mario, ¿es que no te das cuenta? La vaina empezó
mal. Eso significaba que ustedes tendrían serias dificultades para tratar con
los demás, que los demás les pondrían trabas… Coño, Mario, ¿no lo captas? Viste
lo que quisiste, man; no te diste cuenta de que la cosa iba a ir mal desde aquella
vez que estuvo sentada todo el rato con cara de culo en el matrimonio de
Fernando. No joda, man, la sacamos a bailar todos y esa caraja ni se dignó a ir
al baño; no se orinó encima porque de lo
amargada que es, tiene la vejiga deforme.
No me jodan, mamagüevos. Tardamos en
saber, como mínimo, la simbología de cosas más simples como la de los colores o
la de los signos zodiacales que todos leemos por no dejar (como si un
oráculo es más potente que la propia
necesidad de buscarse a sí mismo), y aun así, dale, venga, a leer el sino
trágico de nuestra historia en aquella vez que unos hijos de puta nos robaron
todo con pistola en mano, cuando en modo comando entraron al edificio y nos
desvalijaron. Mamagüevos.
No. No seguí viendo a Cecilia, y
si en parte fue culpa de su dóberman –tenía dos rottweilers más que no tuvieron
nada de culpa- sobre todo lo fue de
ella. Cecilia fue mucho más fiera que
esos tres perros juntos: se tiraba a mi primo al mismo tiempo que a mí. Lo
prefirió a él porque ella quería a alguien que la representara. Nunca le he
dicho a mi primo que eso mismo me había
dicho ella cuando le pregunté por qué tenía tres perros en esa casa modesta:
porque le gustan a mi mamá y porque esos perros me representan. Me cuidan. Nos
cuidan.
El odio actual y ya definitivo que siento
hacia los perros viene del miedo que experimenté un año después de esa confesión, en la que ella dejó escapar al dóberman. Ella
dice que se le escapó; incluso se ofendió cuando le insinué que no la había
visto muy dolida por lo sucedido. Quizá, sin embargo, debería darme por doliente al recordar sus
gritos desesperados ante la sangre y el trozo de pierna que su perro me estaba
mordiendo. Lo cierto es que sin yo apenas haber atravesado el umbral de la
puerta, su animal se le escapó de las manos cuando ella intentaba dejarlo en el
jardín y cerrar la puerta corredera. Los otros dos estaban guardados, bien
enjaulados, porque ya nos habíamos querido lo suficiente como para que ella
tuviera la delicadeza de guardar a sus perros cuando iba a visitarla. Por esa
misma ley, nunca un amor me resultó tan programado: si no llamaba al menos 15
minutos antes de llegar, no podía ir a su casa de sorpresa. Si llegábamos juntos, ella se bajaba una cuadra antes. Yo
me quedaba en el carro esperando a que ella entrara en su casa.
Perro escapado, mordiendo mi
pierna y ella gritando no sé qué y déjalo, suéltalo, y yo no entendía si le
hablaba al perro o a mí ¿No ves que es un perro, estúpida? ¿No ves que no te
entiende? ¿No ves que me está mordiendo…que hay sangre…?
-Dale una patada- le grité casi a punto
de desmayarme del dolor.
-¿Cómo?
Sí señor. Eso fue lo que me
preguntó.
-¡Quítamelo, quítamelo, quítamelo!
Grité y lloré como no lo hice al
nacer.
Cecilia tardó sus segundos hasta
que por fin le dio un batazo en la cabeza. Turbado y medio libre de su mordida,
siguió dándole batazos hasta que lo reventó.
Luego, la historia se abrevia en
las pérdidas. Me había quitado un trozo de la pierna, la carne desgarrada apenas tapada ya por el
pantalón roto, mi carne en el hocico del
maldito. Llevo ya tres implantes de piel. Tres putos implantes y todavía la
hendidura perfila la mordida.
Ella luego me contó que después de
llevarme al hospital y salir de esa urgencia, no se atrevió a entrar a la casa.
Su vecino, el bombero, lo hizo por ella;
luego llegó su mamá de viaje y terminó de limpiar la mierda. Durante casi una
semana los demás perros no salieron del jardín y apenas de las jaulas. Eso sí
fue curioso: Cecilia, con su acostumbrada voz compungida que ponía o le salía
cuando hablaba de sus perros me dijo: están tristes, nos huelen, saben que
estamos mal por Toby…
Así que se llamaba Toby....
Así que se llamaba Toby....
Fue cuando comenzó a acostarse con
mi primo. Que se llama Antonio pero le dicen Toñi. Huelga decir que aún me
duele la pierna y cojeo cada vez mejor; sigo odiando a los perros, nunca más he
vuelto a hablarle a Cecilia y apenas me
le acerco a mi primo durante las celebraciones familiares. Camila, mi novia de
ahora, es alérgica a los gatos; creo que es una buena señal. Me ha costado mucho vivir pero si tengo que
nacer por tercera vez, no lo haré
buscando bates de béisbol por si acaso.
De ahora en adelante, seré yo el
que mire extrañado a los demás.
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