Urgencias
Fotos de Saul Leiter
Me despertó su grito sedoso. Me asusté. No era una pesadilla. Lo que hubiera dado por levantarme y verle la cara. No llegaría a tiempo a la ventana cerrada; además, con la persiana echada apenas si podría ver algo antes de que ese grito cambiara de escena y de tiempo. Siempre es así. Las declaraciones de amor, las peleas, los sarcasmos, las risas o los monólogos telefónicos, todo eso pasa en segundos. Las voces son retazos de vida que la gente va dejando por las calles, convencida de que al estar vacías y tomadas por la nocturnidad, aunque sea de día, además de solas también se quedaran sordas. Todas las calles tienen escuchantes, gente como yo que se despierta por esas voces; como con cualquier visita incómoda, hay que aguantarlas como se pueda. Odio el ruido de las motos y de los camiones, el de los coches que esperan en la acera con el motor encendido, el de los amantes que no terminan de despedirse, el de los besos y simples murmullos que retumban contra la ceguera de las paredes, el de los insultos; todo eso suele venir aderezado con la luz naranja de la farola cuyos reflejos delinean mis sábanas cuando me descuido. En esos momentos creo que el tiempo tarda demasiado en destilarse.
De todas las voces nocturnas más
allá de mi ventana, la de ayer fue la primera que me atrapó. A su dueño me lo
imaginé alto, algo rubio y esmirriado. Mientras gritó, reconocí el tono de barítono, de chico que no se mete en líos, de uno al que es mejor
cogerle por el pecho y robarle los besos; de los que luego van solos y para los
que el empujón del inicio no es ceguera, ni estupidez; quizá timidez o quizá un
pequeño despiste para disimular el deseo y la erección. De los que prefieren
acercarse por detrás y susurrar al oído antes que mover las manos a una cuadra
de distancia.
¡Dejadlo ir, por favor!
Al principio fue una orden. Su voz era suave, ya lo he
dicho, así que aunque la orden fuese más bien amigable, nadie le hizo caso.
¡Dejadlo, por favor!
Angustia.
¡Soltadlo, por favor!
Ahora sí, ¿7, 8 veces?
Súplica.
¿Cómo es que podemos escuchar una voz de seda implorando
para que no acabaran con el otro?
Su voz aumentaba pero los golpes
eran mudos. Como en las primeras películas, los sonidos estaban allí pero
no había cómo registrarlos. La cobardía es eso: insonorizar los cuerpos, el
propio o el del otro; tanto da. Desde
esa insonoridad visible, la voz nombraba a
alguien a quien le daban una paliza. La clemencia tardaba y enmudecí.
De algún modo, suelo intentar ahuyentar a los que pelean debajo de mi ventana. Hago algo de ruido para advertir a los de la calle -¡Epa! Un vecino, nos miran. ¿Qué se yo?- pero que no despierte a mi marido ni a los niños. Duermen como si sus sonidos internos estuvieran en sintonía con el universo. Yo debo tener un cortocircuito oxidado porque escucho todo lo que trae la noche a mi calle. Mi amago de ruido es inocuo, lo sé. Me aterran las peleas, entonces me levanto y golpeo rápidamente la persiana para no darle tiempo a la desgracia. Esta vez, justo cuando iba a levantarme, la voz suplicante comenzó a alejarse. Se movían todos pero yo sabía que la ira apretaba y agostaba el tiempo.
Entre mi latido y mi asfixia sonora y muda a la vez escuché
un ¡Corre! ¡Vete! ¡VETE! Esa misma voz señalaba el camino de huida hacia el rumbo sonoro.
¿Por qué escuché sólo su voz? ¿Cuándo la afonía se apropió de los
golpes, las caídas, los tropezones? Esos cuerpos están hechos de látex. No
sonaron, no emitieron quejidos; en algún momento esas otras voces aprendieron a acallar las palizas. Con un tiro
todo es diferente; si queremos, podemos confundirlo con un fuego artificial. Es
lo que hacemos algunos ingenuos o necesitados de otros recuerdos para el
futuro.
Al que golpeaban lo habían
amordazado. Lo comprendí a la mañana siguiente. Porque mi calle es ruidosa y
aguda; ella recoge sonidos y luego me
obliga a desentrañarlos para que la entienda. Soy yo quien habita aquí; ella
vive la ciudad.
El chico sonoro no succionó ni
una gota de ese tiempo sordo.
Él lo liberó.
Hoy la calle amaneció
igual de estrecha y yo un poco
más sorda; ambas sufrimos los embates del insomnio; a ver si esta noche
llega otra voz de seda menos urgida excepto, quizá, de que la escuche.
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