Tanto desorden en una espera
El Río Guayas y mi ventana
Los labios de todos los horizontes
sueltan un montón de preguntas.
-Niña, que esto es un abismo,
que si llegas al final, te caerás.
El horizonte del oído izquierdo
interroga al espejismo de lo infinito.
El de la derecha, no. No quiere.
Está harto de ese barullo apostado en cada mañana -sin ti.
Es el edificio que construyen a la vera de tu cama
y que te eliminará un trozo de ciudad.
Ya pronto, tranquila, aparecerá otra ventana y otra cama
y volverás al ritual de mirar con paz.
O te despeñas o caminas. Elige.
La línea de las piernas se ha espantado.
Se retrae huye de esos contornos:
demasiada irregularidad.
Sigue adolorida porque
en la última caminata
solo atinó a dar patadas.
Como si el caminar fuera un zarpazo
al cemento ardiente.
Los contornos del vientre
se saben acotados.
Pero cuando acaricias
todo es esférico, festivo.
Algunos horizontes,
incluso el olvidado,
el de mi espalda descubierta
o el de una ciudad encendida
en la noche,
llegan hasta el borde de tu boca
contorno deseado
para preguntarse
si las malas lenguas tendrán razón,
si será verdad que un borde
no es más que el final del camino,
si dará igual apostarse en la ventana
lastimándose los codos,
si llegar antes desguaza el llegar bien -en ti.
-Niña, niña, que esto es un abismo,
si llegas al final, te caerás.
Algunas de esas líneas
oblicuas y tozudas
deseosas y algo cansadas
fundidas al pisar la calle -la tuya-
se ajustan a mi cuerpo.
Más me vale, entonces,
correr hasta ellas
con sus labios, sus codos maltrechos
y sus abismos de cuento.
Comentarios
Un abrazo muy fuerte