La niña topo

 

                                                      Foto de Jesús Abad Colorado

Mi madre casi se tira por la ventana aquella mañana de agosto, ante la mirada atónita de esa tía política que le recriminaba el que se hubiera quedado en esa casa con sus dos hijas. La herencia era también de ella y no solo del estúpido de mi papá que, en medio de la discusión, no imaginó que mi mamá saldría corriendo hacia la habitación del final del pasillo para abrir de par en par la ventana y saltar cuanto antes.

En venganza, no la empujé por las escaleras, nunca. Entraba a su habitación cuando se iba a trabajar, y me comía a hurtadillas de mi mamá los bombones que sus novios le regalaban. A los bombones y a los novios, ella los escondía en la penúltima habitación del pasillo, y yo los escuchaba detrás de la puerta, gimiendo y hablando, hablando y gimiendo. Según mi papá, aunque él viviera con su nueva esposa, mi tía política era intocable y estaba por encima de nosotras. Por algo, nos daba permiso de estar en su casa. 

Quizá fue esa vigilancia de mi papá lo que me facilitó el detectar mis cambios físicos. Lo cierto es que era una niña topo con la suficiente destreza para abrir todos los candados con los que mi tía cerraba su puerta blanda y vieja. Le dejaba creer que nadie se enteraba de que alternaba dos novios cada semana, sin que estos lo supieran, y que sus ropas, revistas de moda o collares estaban bien resguardados en los cofres del fondo del armario. Una vez me probé todos los pendientes ocultos en los bolsillos de cada una de sus chaquetas y deseché un paquete nuevo de  medias panty.

La tía política había decidido golpearnos como lo hacen los acomplejados de mala uva: nos mostraría vívidamente su desprecio. Cuando cumplí 10 años, ella pasó de largo hacia su habitación después de abrir la puerta de la calle y vernos a mi madre, a mi hermana y  mí cantando el cumpleaños feliz en torno a una torta de pan deliciosa que la vecina me había regalado. La tía no perdía ocasión en corresponder a nuestras presencias con bufidos, puertas estrepitosamente cerradas después de sus entradas o salidas o sus  brazos en jarras si entrábamos a la cocina, mientras ella preparaba sus cenas. 

La casa era húmeda y, cuando ella no estaba, éramos dueñas de todas las baldosas, enseres, ruidos y paredes, del cuadro de la Última Cena encima del comedor de caoba y de las macetas de helechos que mi mamá cuidaba con verdadera pasión. Limpiábamos con lejía el moho de los bordes de las ventanas. Mi hermana planchaba la ropa del trabajo y mi uniforme del colegio,  y yo bailaba con el tocadiscos a todo volumen. Era el momento de los olores a limpieza y, por eso mismo, nos relajábamos juntas como una versión mejorada de nosotras.

La ventana desde la que casi se tira mi mamá tenía dos hojas de madera, con minicuadros de cristal incrustados en el centro. Siempre sentía vértigo cuando la abríamos de par en par. Desde la calle, se podía ver perfectamente hacia la habitación.  El día del intento de suicido, la tía política le había gritado a mi mamá que se fuera con sus dos hijas porque ese piso, apartamento, esa casa, era de ella, y que si mi papá era un dejado, ella, en cambio, no permitiría  que mi mamá le quitara la herencia de mi abuela a sus dos hijos, después de que el abuelo muriera repentinamente de cirrosis. Mi abuela, como mi tía, también nos recordaba que, incluso cuando mi mamá, mi hermana y yo dejamos ese apartamento,  no nos querría de ninguna manera; olíamos a la misma pobreza que ella odiaba. La tía política enmudeció cuando, entre gritos y llantos,  mi papá y unos vecinos lograron bajar a mi mamá de la silla desde la que se cogía con fuerza al marco de la ventana.

Nunca le dije a mi tía que yo era la niña topo que había aprendido a escuchar sus latidos y me había hecho con nuestra genealogía. Descubrí como ella, cómo huelen los intrusos, aprendí, como mi abuela, a sospechar de los más pobres que yo,  a despreciar a los que no tenían culpa de nada y contra los cuales era imposible luchar porque los amparaba la ley. Poco a poco, olía hasta sus humores de mujer mestruando y de gata en celo. Sabía que ella nos ponía en peligro cuando insultaba a los chicos de la plaza porque le decían mamacita rica.

Una mañana, me encontré con Pablo, su primer novio, vaciando la habitación. Ella le daba órdenes y mi mamá le preparaba un café.  Sé que se largó porque me había visto royendo la cama aquella noche que entré y se despertó ante mi involuntario ruido al pasar por sus zapatos. Mantuvimos la calma al miramos, sabiendo lo innecesario de molestar a mi mamá, a mi hermana y a su novio -el otro, porque Pablo trabajaba dos noches seguidas como taxista-:  

- Te estoy rasgando de mi genealogía- le dije colocando las patas en su sábana.

  Creo que fue la primera vez que me olió en serio. Salí sabiendo que había una nueva caja de bombones oculta entre las ropas.

 Según mi mamá, estando nosotras pequeñas, la abuela le dio una paliza a esa hija que olía a puta fumona; a mi abuela todo el mundo le olía mal. Mi tía, sin embargo, me olió lo suficiente aquella madrugada como para intuir que un topo como yo había perfeccionado el olfato burdo y violento de la abuela, y el pedante y asfixiante de ella. Acabó yéndose dándole a mi mamá un beso y diciéndonos un adiós simplón y marchito. Cuando cerró la puerta, corrí a mi habitación y rompí con calma toda mi geneología por parte de padre que guardaba en mi cuaderno de apuntes. Roí la ventana cuadrada de dos hojas y le sugerí a mi mamá que era mejor tirarla, pues las termitas acabarían por destruirla más temprano que tarde. En la noche, mi madre aceptó que durmiera en la habitación recién vaciada. Mi hermana estaba feliz de poder dormir sola por primera vez desde mi nacimiento. Me acosté en la cama cuyo colchón, para mi sorpresa, estaba mucho más roído de lo que yo lo había dejado. Me eché las mantas encimas y me dormí con mi promesa, casi desesperada, de que nunca más volvería a oler como un topo.


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