Carta postal

 
 
Fueron los días de restar escuchas. Faltaban pies para ir  al tren. Abril nacería pronto. Se rompería la muela mal arreglada. Chocabas las tazas con los platos y los chirridos arreciaban como el olor del café que me servías sin mirarme. No le caerías bien a mis hermanas, dijiste. No les gustaría mi intolerancia al ruido.
 
Carraspeas para leerme mis horarios de tren. El vecino me avisa que las escaleras están húmedas y el taxista me recuerda que él estará disponible para mi vuelta con su anillo de casado. Todos son advertencias de que no respiro según las palabras.
 
Madrid  descansa la siesta y me han anulado la entrevista de trabajo.  Colgué los pasos a tu número.
 Entre una ola y otra, llegó la zoonosi.
 
En el encierro, la respiración era un acto más privado aún, pero salvado del escarnio público. Mi corazón arrítmico conservó la cabeza, no el ánimo. Hasta que, finalmente, una vez más, recordé que seguiría sin caerle bien a tu familia, quizá ya sin más motivos que tu sombra. El año me estaba dejando sin voz pero con la mascarilla  me volvía el aliento. Ese contagio tenía una delantera ahora más recortada. 

Dejaron de sonar las tazas en los bares y me pregunté si ese era el silencio que quería. Las palabras llegaron para irse por la misma puerta que las deseó. Me trajeron mensajes más lejanos. Esta vez, sentí que era de agradecer que los sonidos de tazas del bar de la esquina no fuesen como aquellos otros desde los que me expulsaste a traición, sin derecho a defenderme. Los días han ganando en azules y el tiempo cruza cada latido de línea. Sigo escribiéndole a un tú que la página me devuelve y me aclara. Mira, me dice,  ahora puedes hasta increparle; no hay red. La página parece ser un cheque en blanco con vida propia que, como su naturaleza animal impele, solo busca camuflarse cuando escucha el ruido de las tazas al lavarlas.




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