Un lado Antártida


                                               
Barcelona, Ronda Guinardó, 2020

Me deslizo por el mapa,

 topo con el borde de la mesa,

y la intención cae sin vuelo.

Mis dedos insisten

en resistir el paso del trapo

del polvo del cemento

del teclado silente

de aquellas voces y ecos

sin alma pero con presencia. 

 

Mi lado Antártida  fatiga algunos buenos modales.

¿Vila-Matas?  Aquí, a dos mesas del bar en Francesc Macià,

aquí mismo, -yo misma-,

hay gente que lee con los labios

y   su logro es pronunciar una sílaba por cada paso.

No nos anteceden las huellas a la boca

ni los ojos nos llevan hasta Posavento.

 Nos quedamos en el lado Antártida,

donde los límites crecen en nitidez.


Aquí mismo -yo misma-

me aremolino ante el presentemiento de la locura.

 Cuánta dirección contraria en una zona tan fría. 

Posavento, por cierto, no es lector de mapas,

tiene hasta voz de lengua enredada,

y sigue afiliado a la Seguridad Social. 

A veces, llega el desplante.

Me giro y tomo otras fotografías

del lado Antártida de las palabras. 


 Mi lado lado Antártida se abrevó un rato en pantallas.

Me hice expedicionaria aliviada de no necesitar pasaporte, 

con pulmones sin zanjas y respiraciones inocuas,

como me gustan ahora las visitas a los lugares lejanos.

Hay días soleados y el lado se cuece en la orilla del Besós,

con la  tentación de remojarse los pies.

Allí la vida sigue hermosamente imprecisa

y la gente camina moviendo los labios,

los brazos, hablando sola y montando bicicleta. 


Mi lado gélido de la Antártida 

alivia el tiempo de espera 

del pago por la pulcritud de las mesas del bar,

 donde se  pierden los papeles, los modales,

 no hay mapas donde apoyar las huellas

y el viento se lleva las servilletas.

 Posavento aparece helado,

y se guarda el café que nadie le ha pedido.


Mi mamá lee moviendo los labios.

Mantiene un lado Antártida imbatible.




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