Si un árbol cae en un bosque y no hay nadie alrededor, ¿hace algún ruido?


© Diana Medina

Me hubiera gustado escribirte de otra manera. Escoger decir, por ejemplo, que cuando era niño, tu colonia dejaba la estela del hombre que acababa de acunarme, como si yo fuera un crío, y me repetía mientras me ataba el cordón, Augusto, ojito con la escuela. Enfatizar que tus huevos fritos con vinagre nunca terminé de probarlos y no me gustarán ni en sueños.

Te veo sentado frente a la computadora y hay un hombre despojado del gesto cotidiano del abrazo y de la colonia. Pero esto también es una imagen que construyo mientras conversamos por wasap. Te envío dinero para comer y me dice la vecina Vero que ya casi ni sales. Que es el desgraciado de su hijo el que te compra la comida. Te roba, eso también lo sé, lo intuyo. Siempre, al margen con ese, me decías, y yo, ahí, comiendo de tu sospecha y creyéndome más protegido.

Contigo resisto por instinto, papá. Eso me decías. Huele a la mujer que viene; intuye al estúpido de tu jefe que trampea con las citas de los proveedores; písale el talón a la Ingrid que te dice que eres el único con el miembro de ese tamaño; márcale el paso a Marta que te trata mal porque cree que eres un tipo extraño solo porque te ocultas bajo la sombrilla en el verano de Blanes, donde fuiste a olerle la vida a ella y su familia, buscando otros refugios, Augusto. Porque uno sí se acostumbra a mirar por los ojos del otro hasta que tratas de escribirlo buscándolo en el tiempo y cada esa otra vez del pasado mancha de cloro las palabras.

Hace unos meses, me hablaste de esa vez en la que querías que te trajera conmigo, también de la vez que ya no quisiste venir, resignado; del día que deseaste morir porque tus amigos se están yendo y no hay dominó con Pancho ni almuerzo con su Lola y mi mamá.

Te escucho de noche cuando arrullo a Lucía, y Marta me señala que es hora de dejarla cada vez más sola para que aprenda a dormir. Pero también se me va esta realidad. Nos vemos por wasap, me hablas y sé que, al colgarte, te quedas quieto en la silla, mirando el porno que te gustaría haber tenido o fotos de mujeres que no le llegan ni a los tobillos a mi mamá.

Si un árbol cae y no hay nadie alrededor, ¿hace ruido?, me preguntaste unos días después de su muerte. No te entendí. Me marché confiado en que me tendría que apañar contigo el resto de mi vida, con Lucía y Marta, y tú ahí, ayudándonos en casa. Quería un abuelo que se llevara a Lucía al parque para estamparnos Marta y yo contra la lavadora y la cama, como en Blanes, mientras la olía contigo a mil kilómetros de mí, pero seguro de que habías criado a un buen tipo que recoge la ropa de su novia y solo desea mirarla a los ojos con el mar anochecido de su vientre.

Me hubiera gustado escribirte mientras caminas por la casa arrastrando los pies, y ves por la ventana que tu coche sigue ahí, sin poder venderse, creyendo que no te escucho. Quizá te narro mientras abres el wasap, pero estamos tan distantes que rehúso perderte.

Me hubiera gustado saber que te digo que atiendas mi llamada, que quiero verte, y esperar hasta las tres o cuatro de mi tarde para llamarte y pedirte que me cuentes en qué andas. Pero miro el reloj y te imagino viendo la computadora y la tele buscando tus sueños y tus amigos, tu salud y tu hijo que vive lejos y quién sabe si podrá conservar el trabajo, ahora, que somos topos con mascarillas. Te escribo, papá. Solo eso. De azul intenso.

 

© Diana Medina

Marta dice que un día de estos iremos a buscarte. Me miras y limpias la pantalla y, de pronto, te desapareces. Me dejas un mensaje: Augusto, estoy cansado. Hablamos mañana.

Lucía se sorprende cuando le digo que la arena de Blanes, gruesa y pedregosa, no existe en las playas de La Guaria, que allí la arena es finísima y casi humedece lo que toca y que de noche brillan algunas de las arenas de la Isla Blanca de Puerto Cabello. Que allí no hay trenes, pero tuve mi primera noche con arena blanca, fina y brillante y una chica me tomó la mano, y todo fue verdor. No fue tan así, Augusto, sé que lo piensas, papá. No fue tan así, pero me abrazas en el aeropuerto y me susurras que mi mamá me cuidará allí donde esté ella y que, más allá de las tierras y las horas, que cierre los ojos y no los olvide; que los trenes, que él no conoce sino solo por las películas, son el mejor invento de la gente. Me hubiera gustado escribirte en ese golpe de cabeza contra la pared, pero, solo escuché a Lucía pidiendo merienda. Eso es, Augusto, sé que lo entiendes. Escríbeme por intuición que mañana haré el esfuerzo de ver a una nieta que me llama avi y yo le sonrió. Sé que este sí eres tú, te digo. Y me dejas otro mensaje: estoy cansado, Augusto. Mañana hablamos.

© Diana Medina
 

Publicado en Hacedoras. Mil voces femeninas por la literatura venezolana. Compiladoras: Lesbia Quintero y Graciela Bonnet (Editorial Lector Cómplice, Caracas, octubre, 2021)



 

 


 

Comentarios

Carmen Rosa Orozco ha dicho que…
De azul intenso. Melancólico texto como la soledad. Augusto es como muchos hijos que se fueron. El carro que no se puede vender. La madre que cuida aunque no esté. Felicitaciones.
Diana Medina ha dicho que…
Muchísimas gracias, Carmen Rosa.

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