Voces en el viento de Nobuhiro Suwa

 Sea usted quien sea, siempre he creído en la bondad de los desconocidos" es una de las frases más conmovedoras de Blanche DuBois en "Un tranvía llamado deseo" (1951) de Elia Kazan; años después, y con aún muchas resonancias del desamor, del abandono y algo de locura, serían las palabras de Huma Rojo en "Todo sobre mi madre" (1999) de Almodóvar, en la que cada desconocida deviene en una bondad protectora.



El abandono nunca es igual a su idea, y sin creer necesariamente en esa bondad, esta aparece de nuevo en "Voces en el viento" (Kaze no denwa, 2020) de Nobuhiro Suwa, también llamada "El teléfono del viento", como línea narrativa de sostén al desarraigo y al más profundo sentido de pérdida y muerte. marcado por los terribles efectos del tsunami en Japón.



Si en la obra de Kazan/Tenesse Williams Blanche habla desde una mirada cada vez más ida mientras se la llevan los enfermeros, o si en la película de Almodóvar las desconocidas terminan siendo la extensión más próxima a la noción de familia de destino, en "Voces del viento" la bondad del/de la desconocido/a es la única salida para una sociedad herida que, lejos de radicalizarse en el cinismo o en la traición y la rapiña, es capaz de reconocer la devastación, la propia y la del otro y guardar un mínimo de respeto y afecto.


La belleza del teléfono para hablar con los seres queridos fallecidos, ese teléfono de disco y de color negro que funciona a contrapelo del celular, cierra una película que, si nos mantiene a la expectativa, no es solo por lo que termine haciendo Haru ante su dolorosa soledad por la muerte de sus familiares, sino por lo que los demás puedan ser capaces de hacerle a ella mientras tiene esa mirada también a punto de irse, como la de Blanche, pero que ellos -y a diferencia de Stanley en el Tranvía- al reconocerla, deciden y eligen no lastimarla y, además, hacerlo, sin la petulancia del que se sabe capaz de hacer lo contrario.



Si el afecto es el cable a tierra que ayuda a la mirada a no perderse, el volver a hablar con los seres queridos es la catarsis necesaria para decirle sí a la vida. No en vano, el teléfono se colocó después de la tragedia de Fukushima, y en la película se instaura el viaje como esa especie de peregrinación donde los afectos de hoy se integran y entienden en dinámicas más azarosas, sí, pero no menos cálidas y amables como las de nuestros amores conocidos.

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