Nadie gritó fuego
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©Karén Karslyan
Ese tipo se atrevió.
Quemó las casa y sacó a las putas,
indocumentándolas mejor
Quemó las sábanas
mirando a una recién llegada.
Vino el otro médico.
Vino a quemar
la verruga en mi cuello
y a darme su abrazo
si quemaba mi grasa
y mi ropa.
La mujer de mi padr, lentamente,
quemó su paso, los de todos nosotros,
antes, me quemó el cabello
con el cigarro.
La vecina, la mujer del quinto, la cogió
con el único libro de versos
del amante, antes de quemar
los tacones de otra mujer, la de Graná.
Ese amigo triste y estafador
cebo perdido que se quemaba
con la vena extendida y goteando
sin repartidores visitantes.
También se atrevió el chico ese
con tabaco en la oreja
el alto y calvo,
quemó todas las cartas a su madre
con el encededor más fino, el de Estambul.
Se devolvieron los hombres y las mujeres
bien definidos por la vida,
y quemaron a mi amigo
al mirarlo sin raíces,
llamándole árbol en vez de roble.
Mi mamá quemó sus bolsos
antes curbrinos
allí donde dormía mientras nos arrullaba.
Mi ciudad se quemó como un deseo en la noche de San Juan.
Los años han ahogado el resto.
Nada como el que quemó la casa de las putas.
La ceniza mancha al limpiarla.
Se obstina.
Más sabe el fuego por intenso
que por deseo.
La lengua se traba
se pierde, se oxida
se quema en el ardor de su silencio,
y vuelve y se escurre,
y el papel se aplana mejor
con la mano húmedecida
y la mesa limpia sin rostros de ceniza.
Nadie gritó fuego.
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